| ¡Ay, si hubiera sabido cuándo mi voz de predicación
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| Te aburrí con lecciones, solo en ti rosa y fresco
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| El pájaro negro de la desgracia pasó desapercibido,
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| Que la fiebre acechaba a su presa y la puerta
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| Donde jugaste ayer te vería pasar muerto
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| ¡Ay, si lo hubiera sabido!
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| De niño, te hubiera hecho la vida muy placentera,
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| Debajo de cada uno de tus pasos hubiera puesto musgo;
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| Tus risas habrían sonado tu cada momento;
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| Y hubiera cabido en tu pequeña vida
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| Tesoros de felicidad inmensa a la envidia
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| A los felices cien años.
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| Lejos de los bancos donde palidece la niñez prisionera,
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| Ambos habríamos faltado a la escuela.
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| En medio de los perfumes y los campos circundantes
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| hubiera vaciado los nidos para llenar tu cesto;
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| Y te hubiera dado más flores que una abeja
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| No puedo verlo en un día.
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| Luego, cuando el viejo enero con los hombros cubiertos
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| Con un largo abrigo de nieve y seguido de muñecos,
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| De tesoros, de marionetas, se apresuraron las huelgas de medianoche;
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| Entre todos los regalos que llueven para Nochevieja,
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| Te hubiera hecho sentar como una joven reina
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| En medio de su corte.
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| Pero yo no sabía y todavía estaba predicando;
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| Seguro de tu futuro, lo insté a florecer,
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| Cuando de pronto llora una pobre esperanza defraudada,
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| De tu manita vi caer el libro;
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| Dejaste tanto de oírme como de vivir
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| ¡Ay, si lo hubiera sabido! |