| El sol descendiendo en el Oeste
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| La estrella vespertina brilla;
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| Los pájaros callan en su nido
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| Y debo buscar la mía
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| La luna, como una flor
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| En la glorieta del cielo
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| Con placer silencioso
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| Se sienta y sonríe en la noche
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| Adiós, campos verdes y arboledas felices
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| Donde los rebaños se han deleitado
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| Donde los corderos han mordisqueado, se mueve en silencio
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| Los pies de los ángeles brillan;
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| Invisibles, vierten bendiciones
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| Y alegría sin cesar
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| En cada capullo y flor
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| y cada seno dormido
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| Se miran en cada nido desconsiderado
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| Donde los pájaros están cubiertos de calor;
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| Visitan cuevas de todas las bestias
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| Para mantenerlos a todos fuera de peligro:
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| Si ven algún llanto
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| Eso debería haber estado durmiendo
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| vierten el sueño sobre su cabeza
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| Y siéntate junto a su cama
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| Cuando los lobos y los tigres aúllan por su presa
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| Se compadecen y lloran;
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| Buscando ahuyentar su sed
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| Y guárdalos de las ovejas
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| Pero, si se apresuran terriblemente
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| Los ángeles, los más atentos
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| Recibe cada espíritu apacible
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| Nuevos mundos para heredar
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| Y allí los ojos rojizos del león
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| fluirá con lágrimas de oro:
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| Y compadeciendo los tiernos gritos
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| Y caminando alrededor del redil:
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| Diciendo: 'Ira por Su mansedumbre
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| Y, por Su salud, la enfermedad
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| es ahuyentado
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| Desde nuestro día inmortal
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| 'Y ahora a tu lado, cordero balando
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| puedo acostarme y dormir
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| O piensa en Aquel que llevó tu nombre
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| pastar tras de ti, y llorar
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| Porque, lavado en el río de la vida
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| Mi melena brillante para siempre
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| Brillará como el oro
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| Mientras guardo el redil |